Desde muy joven, tuve oportunidades de viajar y vivir, por etapas relativamente cortas (un año, meses, semanas), fuera de Cuba, debido a mi trabajo, becas, eventos científicos internacionales, etcétera.
Rota la idea sobre la homogeneidad cultural humana, he sentido mucha curiosidad por conocer y ahondar en la temática de la diversidad cultural. Incluso he intentado escribir mis impresiones para compartirlas.
A veces, las diferencias han sido casi «leves», pero en otras ocasiones, me han dejado totalmente pasmada por el asombro. Así me ocurrió en mi estancia angolana, durante poco más de 11 meses (1983-1984).
Llegué al aeropuerto de Luanda, la capital del país, en la primera semana de agosto de 1983, después de tener acumuladas, más o menos, 14 horas de vuelo, desde La Habana.
En aquel momento, aprecié un gran abandono en la instalación. Nos informaron que se estaba desarrollando la batalla de Cangamba, lejos de allí.
Posteriormente, ese hecho bélico alcanzó celebridad, pero para nuestro grupo tuvo efectos directos. La colaboración civil cubana, de la cual yo era parte, estaba dislocada transitoriamente. Como profesora de Historia de la Arquitectura, mi ubicación era la Escuela de tal arte, en el Instituto Superior Politécnico de la Universidad Agostinho Neto de Luanda. Sin embargo, no fue ahí adonde arribé de inmediato.
Dada la situación de la guerra, entonces, fuimos trasladados directamente a un campamento militar, en la periferia de la capital, donde cumplimos tareas de protección y resguardo del lugar, por un mes, hasta principios de septiembre.
Fue por ese tiempo que comencé a observar rasgos muy propios de la vida en Angola: aquellas mujeres envueltas en telas muy llamativas por su colorido, que llevaban enormes bultos sobre la cabeza y caminaban haciendo gala de un equilibrio perfecto.
No obstante, muchas otras sorpresas me llevé en el transcurso de los meses. Entre ellas la forma de vida y organización del quimbo o pequeño asentamiento familiar, vecino de nuestro «predio» o edificio donde nos alojábamos.
Por ejemplo, los tristes llantos, a coro, de las mujeres ante el nacimiento de una niña o un niño; y la fiesta familiar, con gran cantidad de parientes y amistades asistentes, desbordada por la cerveza y la alegre música, muy alta, en la celebración del «óbito», o velorio, de infantes muertos a causa del sarampión, la gripe, u otra enfermedad de poca trascendencia en Cuba.
También, el tratamiento de los defectos físicos en los niños era radicales: se eliminaba al bebé junto a la malformación, a cargo de la madre, o por otros niños de pocos años, que en silencio y con sus puños cerrados golpeaban en la cabeza a la infeliz criatura hasta que caía muerto. Detrás de todo esto hay conceptos tradicionales sobre la vida y la muerte, distintos de los europeos occidentales que nos fueron impuestos en las Américas por el colonialismo.
Hay una filosofía natural que parte de verdades biológicas, dominantes en esas civilizaciones, ajenas por completo a nuestras prácticas «humanistas».
Grandes aprendizajes, muchos de ellos discordantes de mis convicciones y hábitos de vida.
Traté de entender y comprender, hice entrevistas- nunca publicadas- a artistas, profesores, intelectuales, a periodistas africanos y cubanos. Asombrosamente, para mí, no logré mucho. Unos me esquivaban, otras y otros me aconsejaron, una simple aceptación, sin cuestionamientos, de las divergencias culturales.
Pero, hasta hoy día, no he podido rebasar mi shock.