ORGULLO DE SER CUBANO

Mujeres y hombres amasaron durante siglos legados traídos de otras tierras alejadas del Caribe pero que se fueron uniendo durante siglos, sin dejar resquicios, para presentarse como un todo cubano único, identificable en cualquier lugar del planeta.

Como cualquier otro pueblo en este mundo, el cubano está dotado por fuerza y razón de la historia de savias nutrientes. De España llegaron los primeros extranjeros que poblaron estas tierras cuyos habitantes autóctonos resultaron diezmados por la furia de la llamada colonización. Luego se les sumaron otros de distintos ámbitos de Europa, África, Asia, y del Caribe insular.

Cada uno de los grupos que entraron a tierras cubanas trajo lo propio, comenzaron a instalar y a diseminar ideas y hábitos, religiones y comidas; bailes y cantos. Desde 1492, cuando el genovés Cristóbal Colón por azar atisbó las costas de Cuba, llamada así por sus primeros habitantes, la isla se ha estado nutriendo de culturas cuyos rastros perduran o no, pero que han sido válidas para dar vida al ser cubano.

A pesar de que hay varios estudios científicos, muy respetables, que delimitan de dónde los cubanos heredaron este u otro rasgo físico, de comportamiento, de habilidades, y de gustos por la música, la culinaria, el arte, lo cierto es que se unen y entremezclan entre los distintos grupos humanos insulares.

El cubano, el que nació y vive en esta isla, posee cualidades propias que le distinguen, eso sí, de entre un conglomerado humano, y una de ellas es la de la exageración. Hablan más alto de lo normal, gesticulan para apoyar sus discursos de dos, gustan de la buena mesa; bailan hasta rendirse; cantan, aunque desafinen; se ríen hasta de sí mismos’; se entrometen; dicen ser los primeros en todo, y la mayoría se considera el ombligo del mundo.

Son también personas dotadas de gran perseverancia, agradecidos, solidarios, desinteresados, intolerantes e incapaces de perdonar traiciones, sensibles hasta el llanto; inventivos, desprendidos hasta regalar lo que más les gusta, capaces de viajar miles de kilómetros y dejar atrás sus seres queridos en aras de ayudar a desconocidos en aprietos.

El por qué son así los cubanos tiene su razón en aquella masa que comenzó a ser unida cuando un indígena le ofreció a un español una hoja verde y olorosa devenida un tabaco; o le mostró las raíces de la yuca –ambos desconocidos en la Península Ibérica– y el dorado maíz, y el europeo le mostró al taíno su espada filosa, la sal y el aceite.

Luego los peninsulares, que vinieron con su religión católica, sus curas y sus prohibiciones, sumaron millares según avanzaron los años. Ya no eran los llamados “hombres de Colón” sino que atravesaban los mares en busca de suertes mejores, fortuna y paz, pues en su natal país abundaban las guerras.

También fueron muchos los soldados españoles que una vez finalizada la guerra de independencia de Cuba se quedaron atrapados en el verdor de los llanos y las montañas de la isla y los ojos de una nativa, con la que formó familia, tuvo descendientes y les dejó como legado su cultura personal.

Príncipes y princesas negros traídos desde distintas naciones africanas como esclavos desde el alejado continente, donde antes habían sido prisioneros en guerras intestinas entre tribus y vendidos para ser utilizados como mano de obra barata por los europeos, aparecieron con sus cánticos y bailes, sus santos y sus religiones. Les gustaba la harina, el plátano y la malanga, muy usados en sus comidas. Las esclavas destinadas a la cocina también dejaron su impronta en los guisos, en el chilindrón de chivo o el estofado de cordero.

Los chinos entraron a partir de 1847 con sus deliciosas especies, entre ellas la nuez moscada, la pimienta negra y el jengibre, su proverbial paciencia, su demostrada valentía, su sentido de pertenencia a aquella lejana tierra donde todos tienen los ojos rasgados, negros y brillantes, pero que amaban a Cuba al extremo de dejar sus vidas en los campos de batalla por la independencia de España.

Como casi todos los inmigrantes eran varones, pronto se unieron a las mulatas criollas, a las que además del amor entregaron sus hábitos culinarios y la discreción que distingue a la comunidad china, heredera legítima de las legendarias artes marciales practicadas por miles de cubanos en la actualidad, con el orgullo de ser émulos de los heroicos samuráis.

Huyendo de la Revolución Haitiana, los cafeteros franceses se asentaron con sus esclavos en la parte oriental de la isla, con tierras ricas para ese cultivo. Bailaban en sus salones y los negros les imitaban. Como si estuvieran en un salón de fiestas de la Monarquía bailaban de manera sincopada lo que se conoció como tumba francesa. Se les unieron haitianos y jamaicanos, cortadores de caña y hacedores de carbón.
En esa madeja se enredaron también los polacos vendedores a plazos de joyas y telas y los árabes instalados en tiendas de tejidos, agujas y costureros.

Las calles cubanas fueron invadidas también por miles de estadounidenses que influyeron en la formación de modos y costumbres. Aquellos individuos que despreciaron a los soldados libertadores para hacerse de la victoria contra España despertaron la rebeldía en su contra, representantes de un sistema basado en el dinero y la prepotencia. Dejaron los norteños su huella, la más apreciada en las artes, pues sus singularidades poco tenían que ver con los de la isla.

La masa se siguió moldeando y en el pasado siglo, con la apertura de Cuba hacia la Europa socialista penetraron a la isla rasgos de culturas nacidas en tierras nevadas, adaptada a los calores del trópico. Ciudadanos de la desaparecida Unión Soviética y cubanos viajaron en direcciones contrarias. Los rusos, la mayor comunidad socialista en este país, al retirarse habían influido en una población que asimiló algunas costumbres. Estudiantes que viajaron a los países de Europa del Este allí se casaron y regresaron con sus mujeres. Ellas emigraron, pero no renunciaron a su cultura, sus maneras diferentes de vestir y reírse, sus canciones, sus hábitos alimenticios, narraciones de héroes y pálidas muchachas que lucharon contra el fascismo. El campo socialista trajo la impronta de su arte y su influencia en el quehacer cotidiano de las familias.

De esas sapiencias, amasadas durante siglos, surgió una cultura propia, nacional, que identifica a un ser social y a una nación con poderosos signos distintivos reconocidos por primera vez cuando el hacendado camagüeyano Carlos Manuel de Céspedes libertó a sus esclavos africanos el 10 de octubre de 1868, dando inicio a la guerra de independencia en su hacienda La Demajagua.

Diez días después de que Céspedes diera la voz de ataque, en Bayamo, también en la región oriental de la isla, un patriota llamado Pedro Figueredo (Perucho), sentado en la cabalgadura de su caballo, escribió el después reconocido como himno nacional cubano, que tuvo la instrumentación de Manuel Muñoz Cedeño, y fue conocido como La Bayamesa, para burlar la censura española. Esa fue la clarinada de la cultura y el ser cubano.

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