NUESTROS AÑOS FELICES *

Mi familia se mudó para el barrio de El Vedado un 17 de diciembre de 1993, en uno de los momentos más severos de la crisis económica de los años noventa, conocida como Período Especial en Tiempo de Paz, y justo el día en que se celebra la festividad de San Lázaro, coincidencia que nos convirtió en blanco de las bromas de algunos compañeros.

El apartamento que permutamos se halla en una esquina y tiene incorporado un área en la que no hay elemento alguno de uso común. Con amor y mucha entrega, hicimos en ese espacio un jardín, admirado y envidiado por el vecindario. Un conocido escritor, cuyo nombre no viene al caso citar, se asombraba de ver un edificio de micro brigada con áreas verdes tan cuidadas, y se lo hizo saber a mi vecina, quien compartía conmigo el gusto por las plantas, y el amor por las cosas bellas.
Como en los años 90 escaseaba todo, y las obras para fines sociales tenían prioridad, la construcción, que había comenzado a principios de los 80, se prolongó cerca de una década. De manera que los trabajadores tuvieron que armarse de mucha paciencia para superar los obstáculos y concluir.

Se apostaba entonces por las llamadas edificaciones atípicas, que trataban de armonizar con el entorno y no constituir un elemento de ruptura, como los cajones de hormigón hechos hasta esa fecha, que habían resuelto o aliviado, no obstante, el problema de miles de familias. Confieso que siempre se me antojó un contrasentido el calificativo de atípico, porque se buscaba un retorno a los orígenes, una inspiración en los diseños arquitectónicos que habían caracterizado la capital.

Muchas de estas nuevas edificaciones carecían de un buen acabado, no solo por la escasez de materiales y la mala calidad de estos, sino también debido a la impericia de los improvisados albañiles, a la falta de control y de exigencia, y también a una perniciosa tendencia a la chapucería. Así pues, durante mucho tiempo albergamos el temor de que, de un momento a otro, comenzaran a aparecer las grietas en las paredes o filtraciones en los techos.

Amén de nuestra inconfesada intranquilidad, experimentábamos alegría y gratitud. Residíamos en uno de los barrios más lindos de la ciudad, pero más importante que esto, era el hecho de que poseíamos nuestro propio hogar, a pesar de vivir en una capital con más de dos millones de habitantes, donde estadísticas conservadoras reconocen que la mayoría de las casas, están en regular y mal estado, y en muchos casos, conviven miembros de hasta tres generaciones bajo un mismo techo.

La escasez de viviendas, problema que afrontan muchos países en el mundo, es uno de los más graves que afecta Cuba, aunque no sea común ver personas durmiendo en las calles ni en los parques, como medio siglo atrás.

En las décadas del setenta y ochenta de la centuria pasada, para mi familia no hubo un anhelo y una urgencia mayores, que tener una casa con tres dormitorios, una sala-comedor donde moverse sin tropezar con los muebles, y en la cual nuestros hijos disfrutaran de un pequeño espacio, un mínimo espacio, para jugar sin molestar ni ser molestados.

Pero al apartamento de El Vedado, bien distribuido, aunque con todas las piezas chirriquiticas y oscuras, en opinión de una amiga, llegaron, cuando eran jóvenes. El varón poco antes de casarse, y la hembra, a punto de concluir sus estudios universitarios, si bien casi un lustro antes, y gracias a la solidaridad de antiguos compañeros, habíamos logrado mudarnos para un apartamento más espacioso en El Cerro.

A menudo, al dejar correr los recuerdos, nos parece estar aún en el recinto del barrio de Centro Habana, que de tan pequeño nos llevaba a afirmar con ironía, que vivíamos en un cuarto con aspiraciones de apartamento. Mas como asumíamos la vida con optimismo, y teníamos razones esenciales para dar abrigo a la felicidad, aquel breve espacio se dispuso decorosamente, aunque con más ingenio que recursos.

Con excepción de algunas piezas, el modelo mobiliario lo componían donativos familiares o muebles adquiridos de segunda mano, porque en los años 70, los comercios estaban completamente desabastecidos. De manera que el apartamentico se convirtió en un lugar acogedor, en opinión de colegas y vecinos, ninguno de los cuales se detenía a pensar cómo convivían dos adultos y dos niños en tan escasos metros cuadrados.

El edificio de Centro Habana, había sido levantado a principios de los años cuarenta, antes incluso de yo nacer. El puntal no era, sin embargo, tan alto como para construir una barbacoa, que es como los cubanos llamamos a los entrepisos. Pero en la medida en que el tiempo fue transcurriendo, los hijos de los vecinos se convirtieron en hombres y mujeres, y procrearon, como es ley natural, se multiplicaron las barbacoas, a las que había que acceder casi a gatas.

Esas construcciones, hijas de la necesidad, cobraron también fuerza, cuando de manera creciente, residentes en el interior del país, buscaron mejores oportunidades de vida en La Habana. Fue algo tan febril y anárquico, como comprensible, pero que ha dejado y deja dolorosas huellas en la fisonomía de la capital, y en sus costumbres.

Por lo general, las barbacoas eran armazones de pino blanco, o se levantaban con restos de los huacales que llegaban al puerto de La Habana desde lejanos confines, porque la buena madera, como ahora, escaseaba. Por eso, optamos por armar los catres cada noche en la pretendida sala-comedor, y llegamos a alcanzar una notable destreza en la técnica del quitaipón.

En pocos minutos se corría la mesa del juego de comedor, se acomodaban sobre ella las cuatro sillas, hechas, con cabillas lisas y entretejidas con cordones de nailon verde; se colocaban luego una sobre otra las butacas del juego de sala, y en un santiamén, quedaba listo el improvisado dormitorio.

Nuestros hijos estaban habituados a dormir tras aparecer el personaje de La Calabacita en la pantalla del televisor Electrón 205, para anunciar que la programación infantil había concluido. A las ocho de la noche, cuando esto sucedía, iban hacia nuestra cama, hasta que, pasadas las diez, los devolvíamos en brazos a las suyas. Si por alguna casualidad llegaba una visita después de esa hora, se recibía en el pasillo del edificio, aunque los familiares y amigos más allegados, estaban prevenidos, de que no debían ponernos en semejante aprieto.

Recuerdo que fueron apenas tres las viviendas otorgadas en los veinte años en que permanecí en mi primer centro de trabajo, antes de constituirse la micro brigada. Pero nuestra familia nunca fue tenida en cuenta. A pesar de que nos esforzábamos por ganar méritos, en muchas ocasiones, la inevitable subjetividad se impuso al análisis desapasionado y justo. Además, el criterio dominante era el de favorecer al más necesitado y no a quienes más y mejor trabajaban.

Lo cierto es que guardamos un recuerdo ingrato de aquellas reuniones. Algunas personas, empujadas por la necesidad, inventaban historias lamentables y otras develaban sin recato sus intimidades. La ocasión en que nos sentimos más esperanzados en ser favorecidos con el ansiado apartamento, el director de la publicación comentó, días antes de la asamblea, que debía otorgársele al administrador, lo que fue una señal inequívoca de que iba a utilizar su influencia para favorecerlo, y así fue.

En la asamblea, todas las probabilidades estaban alineadas en nuestra contra, y solo contamos con el voto de un colega. Primó el criterio de que tener en cuenta los méritos de la pareja que formábamos, ponía en desventaja al resto de los aspirantes. Ese día fue nuestro San Bartolomé, y decidimos dejar de trabajar en el mismo lugar.

Pese a los inconvenientes con la vivienda, e incluso a las incomprensibles burlas que esta situación generaba entre familiares, colegas y amigos, fueron años felices. En el pequeño apartamento de Centro Habana, vimos convertirse en realidad muchas legítimas aspiraciones.

Allí nació nuestra hija menor, y cuando tenía cuarenta y cinco días, partió el padre para la guerra internacionalista de Angola, en medio de una mezcla de orgullo y temor. Entre aquellas paredes lo recibimos sano y salvo, obtuvo él años después el grado de Dr. en Ciencias en la Universidad de Leipzig, con la calificación cum laude, y publiqué yo mi primer libro. Residiendo en ese lugar nuestro hijo mayor viajó hacia la entonces República Democrática Alemana para estudiar ingeniería poligráfica. En fin, transcurrieron muchos hechos memorables para la familia.

Y sucede que, aunque resulte paradójico, se puede ser feliz en medio de circunstancias adversas, siempre que uno esté resuelto a afrontarlas y a no dejarse vencer. Con las manquedades materiales se aprende a lidiar, y se llega a saber buscar también una hendija, a veces muy pequeña, por donde encauzar los sueños. ¡Si lo sabremos mi familia y yo!

*( De mi libro en preparación, Historias olvidadas)

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