La victoria de Yamandú Orsi como presidente y Carolina Cosse como vicepresidenta, por el izquierdista Frente Amplio (F.A.) de Uruguay, es quizá una respuesta humilde, suramericana, al auge del trumpismo en el mundo.
El reciente triunfo del presidente electo de Estados Unidos (EE. UU.), Donald Trump, levantó las incógnitas sobre el futuro de la política progresista en América Latina debido al inocultable crecimiento que ha tenido la derecha radical en varios países del continente. Pero la victoria de la izquierda uruguaya también da cuenta que esa relación (unilateral, automática y directa) entre lo que pasa en el norte y en el sur del continente, también se ha venido socavando.
La derrota de la derecha en el poder político uruguayo es un nuevo signo de incapacidad para mantener estabilidad suficiente en el plano político y generar ánimos reeleccionistas. Tal como ha sucedido en Argentina y Brasil, sus vecinos más notables, las fórmulas conservadoras no atinan a producir sucesión o ratificación efectiva. El desliz del domingo representa el declive, al menos momentáneo, del «derechismo radical» que comenzó con las derrotas del expresidente argentino, Mauricio Macri (2019), y luego del expresidente Jair Bolsonaro (2022), ningunos de los cuales pudo reelegirse.
El triunfo de Orsi, con el 52% de la votación, representa el recambio generacional del F.A., pero a la vez el peso del legado de su liderazgo histórico, especialmente del expresidente José ¨Pepe¨ Mujica (2010-2015), con quien el electo mandatario ha tenido una profunda relación, pues proviene de la cantera política del movimiento político fundado por él.
Mujica ha quedado como autoridad moral no solo de la izquierda uruguaya sino del progresismo y la democracia de América Latina.
El resultado también verifica el poder hegemónico que ha acumulado el Frente, que cuando cumpla los cinco años que constitucionalmente presenta cada período, contará con veinte años de gobierno, solo interrumpidos por el triunfo del actual presidente Luis Lacalle Pou. En otras palabras, desde 2005, el FA ha ganado en cuatro oportunidades y la derecha uruguaya solo en una ocasión.
Entonces, ese domingo electoral se comprobó que votar por el F.A. es ya una tradición que ha acompañado al pueblo uruguayo a lo largo de este siglo.
Mujica ha quedado como autoridad moral no solo de la izquierda uruguaya sino del progresismo y la democracia de América Latina.
Carolina Cosse, la flamante vicepresidenta y exintendenta de Montevideo (capital que reúne casi la mitad de los votos de todo el país) está incluso más a la izquierda de Orsi y desarrollará su gestión después de haber optado por la candidatura en las internas, teniendo en cuenta que no cabe la reelección y, por ende, comienza su gestión en la pole position de cara a las presidenciales de 2029.
El reto de ambos líderes es confrontar los nuevos problemas emergentes de la colectividad uruguaya, que ha sido afectada de manera inédita por la delincuencia y el narcotráfico. Un tema al que la izquierda de la región le ha costado ofrecer respuestas.
De la misma manera, la izquierda ahora en el gobierno debe avanzar en los sectores rurales y populares apropiados por el Partido Nacional (P.N.). Álvaro Delgado, su candidato, obtuvo un 47,9 %, ganando en unos 15 departamentos, en contraposición al FA que se quedó con apenas 5 departamentos, a pesar de la consistente ventaja que pudo sacarle.
Así las cosas, volverse a sembrar en el Uruguay profundo, y no solo en los sectores urbanos, puede considerarse el próximo objetivo histórico del F.A.
¿Cómo queda Suramérica?
El resultado viene a avivar a las fuerzas de la izquierda en América Latina en un momento donde la derecha está diseñando e implementando una estrategia de reposicionamiento hegemónico impulsada por el triunfo de Trump y la escogencia de Marco Rubio como secretario de Estado, de EE. UU.
Vale acotar que en este ¨segundo ciclo progresista¨ después de la victoria de Pedro Castillo (2021), Gabriel Boric (2021), Luiz Inácio Lula da Silva (2022) y Gustavo Petro (2022), el triunfo de Orsi viene a corroborar el apoyo electoral de los pueblos de la región hacia fórmulas ¨progres¨.
En tanto, el triunfo del presidente argentino, Javier Milei, puede ser visto ahora como una excepción y no como un signo compartido.
Sin embargo, en este breve período que lleva el ¨segundo ciclo¨, no ha habido avances propiamente en materia de institucionalidad regional. Es decir, a diferencia del primer ciclo, en el que se establecieron foros y mecanismos como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac) y la Unión de Naciones de Suramérica (Unasur), en el último lustro estas experiencias se encuentran languideciendo después de la avanzada derechista, y no ha habido intenciones de reflotarlas o nuevas apuestas al respecto.
La pregunta que queda abierta es si Orsi podría catalizar algunas iniciativas similares o preferirá trabajar de forma bilateral o trilateral con los gobiernos ideológicamente más afines. Es posible que el trabajo pragmático, por sobre el protocolar e ideológico, permita ofrecer respuestas y soluciones a problemas concretos que atraviesan los países en tiempos más acordes con las realidades políticas tan cambiantes.
Lo cierto es que el triunfo del trumpismo ha llegado en momentos en los que no hay objetivos comunes ni estrategias unificadas entre todas las izquierdas que se encuentran en el gobierno actualmente. No obstante, se siguen sumando victorias presidenciales progresistas en Suramérica y es posible que esto genere algún tipo de cohesión en momentos en los que los halcones republicanos se preparan para volver.
El grado de agresividad con que se presente el trumpismo en América Latina puede provocar una mayor o menor articulación política entre las distintas tendencias progresistas. Por lo pronto, el pueblo uruguayo festeja su triunfo y el giro político que se ha producido este domingo 24 de noviembre.