3ra Edición

2da Temporada

UN PERIÓDICO “DE ANTES” (II Y FINAL)

Periodicos

Desde el asalto al cuartel “Moncada”, el 26 de julio de 1953, hasta su caída el primero de enero de 1959, el régimen batistiano impuso la censura en la prensa, en algunos casos mediante decretos ejecutivos y la mayoría de las veces con la designación de funcionarios incondicionales a los que pagaba por desempeñarse como censores en los medios.

En el periódico donde hacía la práctica, la persona que permanecía más tiempo sin moverse de su asiento y sin hablar con alguien de la redacción era precisamente el censor. Todas las noches, llegaba al filo de las ocho y permanecía en su puesto hasta las 12. Sólo se levantaba para ir al baño, al que acudía, según decía un cáustico colega, para expulsar los flujos de adrenalina acumulados durante la jornada de vigilancia.

Por si fuera poco, en las postrimerías de 1958 abundaban las noticias alarmantes para este cancerbero de la prensa amordazada.

Siempre que se escuchaban las campanillas del teletipo como señal de una información importante, algunos de los redactores se acercaba discretamente  a la máquina para leer el cable recién llegado. Si continuaba la lectura más allá de los pocos segundos necesarios para conocer la procedencia de la noticia, los demás periodistas detectábamos que se trata de Cuba. Varias veces, como se dice, nos quedamos con la miel en los labios, porque a las agencias les estaba advertido que no debían transmitir noticias locales para el propio país. En tales casos sólo enviaban las dos o tres primeras líneas, como para que estuviésemos enterados del suceso, y a renglón seguido cortaban el despacho con el fatídico “Havana out”.

Otras veces eran los corresponsales en provincias que enviaban sus noticias ya censuradas, pero leyendo entrelíneas se podía descubrir que las acciones de los rebeldes se estaban extendiendo al centro de la Isla.

La redacción era como el atalaya de un volcán en erupción. Al reportero de policía le tocaba el papel más triste. Por imperativo de su oficio, cada noche sintonizaba la planta de las radio-patrullas para descifrar el jeroglífico de números, movimientos y ordenes que se escuchaba por sus ondas.

“Atención carro 53, atención carro 53. De parte de carro 90 diríjase a Séptima Avenida y calle 20 en Miramar. Vaya con precaución. Hay individuos sospechosos, presuntamente armados. Cambio … “
Con voz casi inaudible, el avezado reportero le comunicaba al jefe de redacción la identidad del jefe de la operación (carro 90) y le prevenía que iba a ocurrir “algo gordo”.

El censor, mientras tanto, mostraba, o aparentaba, calma. Con la vista fija en las pruebas de páginas que le traían de la imprenta, revisaba artículos e informaciones para que no se le escapase nada inconveniente para el régimen. Había quienes aseguraban que leía hasta los avisos comerciales, esquelas mortuorias y notas de sociedad.

Al observar noche tras noche la misma escena, me percaté de un detalle muy significativo. En torno a la mesa del censor existía un invisible cordón sanitario que lo mantenía como en una torre de marfil. Allí sólo se acercaba el muchacho que traía las pruebas del taller tipográfico. Los periodistas, mientras tanto, ignoraban su presencia. Él tampoco hablaba con los redactores y apenas en algunas ocasiones se dirigía al jefe. Después que se marchaba a la medianoche, se daba por sobreentendido que sólo tenían cabida en la edición los resultados del juego de pelota (beisbol) o del boxeo, y alguna que otra noticia no comprometedora.

Cuando cumplí el semestre de entrenamiento laboral me propusieron continuar porque así podía ganarme el derecho de que me contratasen. Cantos de sirena, pensé. Ya antes había colaborado con un cronista de espectáculos de otro diario, para quien escribí mis primeras críticas de cine. Ahí no me censuraban, pero publicaban lo que les interesaba para sus rejuegos publicitarios y lo demás decían que no tenía espacio.

¡Y llegó el día de recibir el título de periodista! Había esperado cuatro años porque llegase este momento y ahora no sabía de qué me serviría. El periodismo cubano de fines de los años 50 fue traumático para algunos jóvenes profesionales. E incluso lo era para algunos veteranos que no habían perdido las ilusiones. Para los que no vivieron aquellos tiempos, conviene que conozcan esta anécdota.

El profesor se dirige a la alumna y le pregunta:
-Dígame, ¿para qué estudia periodismo?
-Para escribir la verdad y que el público la conozca, responde la joven.
-Entonces, le aconseja el profesor, ¡estudie otra carrera!

(Tomado del libro “Desafíos del periodismo”, de José Bodes Gómez).