En los estudios de periodismo “de antes” de la Revolución, en el último año de la carrera se requería que el alumno hiciera, durante un semestre, una práctica de trabajo en alguno de los medios existentes en la capital.
En mi caso, me tocó hacer la práctica en un diario matutino donde, después de unas cuantas semanas dando tumbos de un escritorio a otro, y de sección en sección, llegué al puesto de auxiliar del jefe de redacción.
Obviamente, no me pagaban ni el pasaje, pero no faltaban las frases de estímulo y las promesas de que tal vez, tal vez, me quedaba contratado en el periódico. Sin embargo, las esperanzas se alejaban en la medida que escuchaba, con el oído muy atento para descifrar el cuchicheo, las confidencias que hacía mi jefe a algunos de sus colegas acerca de las deudas del Director y los cheques rechazados por falta de fondos.
Los dueños de periódicos confiaban en que la campaña electoral los sacase de sus apuros financieros, pero el desgano de la población en aquel año 1958 marchaba acompañado de la cicatería de los candidatos. La actualidad nacional se asemejaba a una película de suspenso. Las elecciones estaban convocadas para el mes de noviembre y la asunción de los nuevos funcionarios para el mes de febrero del año siguiente. Pero nadie podía asegurar que el régimen se pudiese sostener hasta esa fecha.
Como medida de ajuste económico, la empresa despidió empleados de la administración y el coletazo llegó hasta la redacción en la persona de un periodista cuya cesantía se justificó por motivos oficiales. El profesional sancionado había escrito un pie de foto acerca de un rancio embajador, conocido en los salones habaneros por su título nobiliario, en el cual resaltaba el pomposo atuendo que vestía, con sombrero bicornio y levita rameada incluidos. “Para mayor falta de respeto”, bramó el Director, dijo que el diplomático lucía un empolvado rostro. La cortesía más o menos fingida hacia un representante extranjero vino esta vez en auxilio de la empresa, que calificó el despido del trabajador como medida disciplinaria.
Un incidente menos lamentable ocurrió con el astrólogo del diario. Por orden del jefe de redacción le telefoneé a su casa para advertirle que había equivocado la fecha y el horóscopo entregado para publicar al día siguiente era el de pasado mañana.
–¿Qué hacemos?, le pregunté, creo que con audible ansiedad, porque el espacio tendría que ser rellenado con otro material si no teníamos rápidamente el horóscopo correspondiente a la fecha la edición que estaba por cerrar.
Inmediatamente llegó por el hilo telefónico la respuesta salvadora: –¡No importa, publiquen mañana el que tienen ahí y yo hago uno nuevo para el viernes!
Desde entonces, lo confieso, creí menos en los astrólogos y sus predicciones.
Otro día descubrí que el jefe de redacción era un consagrado estudioso del Zodíaco. Toda su sabiduría estaba contenida en un voluminoso libro que cada noche leía mi jefe y luego guardaba con sigilo en una gaveta con cerradura.
–¿Qué libro es ése?, me atreví un día a preguntare ya que le curiosidad me carcomía dese hacía algún tiempo.
–Es un libro de Astrología, porque yo escribo todos los años los horóscopos de “Bohemia”. En ese momento recordé que mi padre aconsejaba guardar los horóscopos y leerlos un año después para saber si eran acertados.
La respuesta de mi jefe no me dejó satisfecho e indagué: –Pero los horóscopos de “Bohemia” los escribe una mujer. –Bueno, me respondió, es que yo los firmo con seudónimo.
Verdaderamente, no se veían compatibles como para desempeñarlos una misma persona, las responsabilidades de dirigir una redacción y la interpretación de los signos astrológicos.
En los periódico “de antes” los profesionales mejor vestidos eran, sin discusión, los cronistas sociales. Sobre todo el jefe de la página de sociales, como se llamaba la sección dedicada a bodas, cumpleaños, bautizos, decesos, viajes, recepciones, cócteles, buffets y otros eventos que organizaban las familias adineradas o aquellas personas a quienes querían halagar los propietarios del medio.
Desde mi punto de vista, el aspecto más pintoresco de este trabajo consistía en seleccionar los calificativos que mejor conviniesen en cada ocasión. Había una especie de vademécum que guiaba al neófito en estos ejercicios. Por ejemplo, si la joven no era bella, le correspondían los adjetivos de simpática, encantadora, espiritual y algunos más que obviasen la apariencia externa. Las notas sobre aniversarios de bodas casi siempre terminaban con los deseos expresados por el cronista de “muchos años de dicha conyugal”. Los divorcios, claro está, no se publicaban, pero cuando la dama contraía un nuevo matrimonio se advertía a los que no fueron invitados a este enlace que “la ceremonia se efectuó en la mayor intimidad” de la pareja. Aunque en tales casos no había casamiento por la Iglesia sino solo ante Notario.
Nunca llegué a conocer si existía una tarifa en pulgadas y columnas del espacio en la crónica social, aunque para cualquier lector era fácil deducir que no podía ser gratuita la mención de empresas y tiendas comerciales especializadas en adornos florales, vestidos de novia, peluquería y perfumería, lugares de recreación y otros del mismo giro. E indudablemente se pagaban favores mediante la inserción de aquellas reseñas almibaradas y las fotografías mejor retocadas de los personajes escogidos.
En la pirámide social interna de la sección estaban el jefe de página, que administraba las gratificaciones basado en el principio de “a quien reparte y reparte siempre le toca la mejor parte”, los auxiliares encargados de redactar pies de fotos y notas breves guiándose por el sacrosanto manual de adjetivos y categorías económicas, y el fotógrafo, que debía ser un verdadero prestidigitador para que las señoras mofletudas y las jóvenes poco agraciadas se vieran espléndidas en el periódico.
(Tomado del libro “Desafíos del periodismo” del autor)