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La Habana, una ciudad poco amistosa con la ancianidad

La Habana, una ciudad poco amistosa con la ancianidad
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La Habana, centro de la vida cubana, muestra un rostro poco agradable para los miles de ancianos que andan por sus calles y no precisamente paseando por placer. Caminantes obligados a veces por carencia de otros familiares, o ayudantes a veces involuntarios de hijos y nietos. 

La vida demuestra que Cuba ya es un país envejecido y que dentro de 10 años lo será aún más. Entonces, por qué perder la amabilidad y el buen gesto, por qué no facilitar la vida de quienes, de manera callada, con sacrificios personales y a costa de poner en peligro la salud, aun sirven, y mucho, no solo a la familia sino a la sociedad en su conjunto.

Son muchos los científicos y doctores que aconsejan disfrutar la ancianidad, ya que debía ser una etapa de felicidad y no tortuosa la de los años concedidos en ese minuto que es la existencia humana.

Son muchas las preocupaciones de este grupo poblacional. Desde las bajísimas pensiones o jubilaciones que reciben cada mes (en medio de torbellinos el día de cobro) por décadas de trabajo –más teniendo en cuenta la situación económica del país- hasta el tener que enfrentarse cada día a embarazosas y hasta peligrosas situaciones existenciales.

Con esos antecedentes y otros, una buena parte de los que residen en La Habana –para no totalizar- sufren cada día, además, la indiferencia, el maltrato y la desidia de personas y organismos que les exigen la agilidad física y mental del joven que alguna vez fueron. En algunas situaciones es peor. Simplemente los ignoran o los tildan de conflictivos o ¨viejos locos¨, como no es difícil escuchar en algunos lugares.

Ejemplos de lo poco amistoso que es el entorno habanero son más de los que quisiéramos para quienes tienen necesidades de distinto tipo y deben mantenerse en la dinámica existencial, casi sin condiciones para hacerlo.

Los semáforos, digamos, ese equipo diseñado para proteger a peatones y organizar el tránsito, para ellos deviene peligro que puede ser mortal. Están programados para cambiar las luces en determinado tiempo pensando en un público joven o medio, lo que ya es obsoleto, pues la realidad demuestra el alto grado de envejecimiento existente en el país.

Entonces, es solo detenerse en una esquina para observar a los peatones de mayor edad, algunos apoyados en sus bastones, tratando de cruzar unas líneas que se alejan de sus posibilidades. Muchos quedan atrapados ante los vehículos, sin saber hacia dónde coger, mientras los motores indican que el verde del semáforo puede costarles la vida. Al parecer, no son tomados en consideración por conductores y otros peatones, menos aún por el organismo que regula el tiempo del semáforo.  

Salir a la calle es una odisea para cualquier anciano. El deterioro de las aceras llenas de huecos y desniveles, con el peligro que ello representa para rodillas o piernas debilitadas y riesgosas caídas, hace que muchos usen la calle como vía de paso. Si no lo hacen se puedencaer, partir un hueso, un accidente más grave con riesgo para la propia vida o sufrir un susto dañino para su salud. Mejor la calle, con el peligro que entrañan las casi naturales fosas de desechos líquidos, los altísimos basureros que proliferan en muchas esquinas, y los salideros de agua con riachuelos que pululan en los barrios de la capital cubana.

¿Será tan difícil arreglar las aceras, sin escuchar la consabida explicación de que las raíces de los árboles las han levantado, lo cual no es así en todos los municipios? ¿Será imposible hacer los pasos facilitadores para no tener que andar saltando los contenes, sin la excusa de los materiales de construcción que sí aparecen para otras obras no tan importantes como la salud de la población?

La mayoría de las entidades públicas cubanas –muchas funcionando en antiguas casas convertidas en oficinas- carecen de espacios en la planta baja para atender a los ancianos, pegados como lapas a los pasamanos. Incluso hay clínicas dentales en los barrios que para acceder al doctor o a determinados servicios hay que subir 50 o 60 escalones. 

También es una práctica en determinadas oficinas públicas que un empleado le hable en alta voz, y a veces descompuesta, a quien se ha visto obligado de hacer un trámite porque – a pesar de todos los inconvenientes que ello conlleva al mandadero- los jóvenes de la familia trabajan o estudian.

Ese funcionario al parecer ignora que muchos ancianos presentan dificultades para oír correctamente o que no entienden por primera vez una explicación. Ellos molestan, atrasan las colas, son mal vistos. Y les gritan como si fueran imbéciles.

Notable es que muchos centros laborales no admiten personas jubiladas que, aun así, unos por necesidades económicas y otros porque prefieren volver al trabajo antes de convertirse en empleados domésticos y mensajeros, tientan la suerte para sentirse útiles.

Una buena mayoría de las entidades –incluso de la prensa y la Academia- desean gente joven, lo cual sería muy acertado si no fuera porque cada día hay más jubilados en torno a los 70 años, que solo hicieron un trámite formal para independizarse de fatigosas jornadas, pero que son capaces de cubrir turnos, transmitir experiencias, impartir sus conocimientos y formar a la juventud. 

Claro que también hay muestras de lo contrario y del respeto hacia la ancianidad. En las ciencias médicas, por ejemplo- los expertos de mayor experiencia son reconocidos y admirados incluso públicamente por la juventud a su alrededor. Muchas familias adoran a padres y abuelos.

¿Hasta cuándo los ancianos tendrán que hacer una cola para tomar un ómnibus o una Gacela cuando aparezcan, sin una preferencia oficializada para que ocupen los primeros lugares para subir? Antes incluso, no tuvieron un lugar para sentarse ni un techo para protegerse del sol y la lluvia en las paradas.

Para tratar de ocupar un lugar en el transporte hay que integrarse al bulto de personas, ser empujados, y luego, ya en el ómnibus, contemplar la indiferencia de los que ocupan asientos. El mejor gesto escuchado es: abuelo, ¿quiere que lleve la jaba?

¿Por qué hay que permitir el empujón en la calle de los muchachos que pasan como bólidos, teléfono celular en mano, sin mirar a quien tienen enfrente? Una imagen que se repite en hospitales, mercados, farmacias donde si bien es cierto que una mayoría posee muchos años, también lo es que hay mucha gente joven.

¡Qué tristeza que consideren a los ancianos retrasados porque no manejan la tecnología como si fueran adolescentes! Primero, porque si hay que adquirir un teléfono antes se los compran los más jóvenes. Y luego, cuando el que va quedando rezagado en la tecnología se lo entregan a los abuelos, sin que nadie los enseña a introducirse en el nuevo mundo digital. 

Esta nota sería interminable. Y es preocupante, porque si miramos a nuestro alrededor veremos que cada día hay más personas envejecidas e infelizmente también más muestras de que La Habana y una parte importante de su población, en general, son muy poco amistosos con sus ancianos sin pensar que todos llegaremos a esa edad y que ya constituyen un por ciento creciente en el balance demográfico.

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