5ta Edición

2da Temporada

México y el culto a los muertos

México y el culto a los muertos

Con la llegada de noviembre, los mexicanos viven días de alegría, recordando a sus ancestros, pues para ellos esos no son días tristes, y no significa que no le tengan miedo a la muerte, sino que son de celebración, porque, dicen, «los muertos regresan».

Es cierto que cada sociedad afronta la muerte de maneras diferentes, pero no hay dudas de que los mexicanos lo hacen de una manera muy particular. Por eso el primero de noviembre se celebra en México el «Día de los muertos chiquitos» (niños) y el de los «grandes» (adultos) al día siguiente, o sea el 2 de noviembre.

Sobre cómo llegó a México la tradición de hacer ofrendas a los difuntos, es algo en lo que aún no parecen ponerse de acuerdo los estudiosos de esta tradición. Unos dicen que es prehispánica, otros que española y también se afirma que no es ni una ni otra, sino egipcia y pagana. Sin embargo, en los últimos tiempos va cobrando mayor fuerza la versión de que ese culto tuvo sus orígenes en época anterior a la conquista española.

Los orígenes de la celebración del «Día de Muertos» en México son anteriores a la llegada de los españoles. Hay registro de celebraciones en las etnias mexica, maya, purépecha y totonaca, cuando los aztecas adoraban a los sepulcros el 16 de abril (en su calendario el décimo día del mes de Izcalli). A la llegada de los conquistadores, se produce una fusión con las creencias católicas y da lugar a una festividad muy particular: lo que se conoce actualmente como el «culto a los muertos», cada primero y dos de noviembre.

En las culturas prehispánicas, cuando alguien moría era enterrado envuelto en un petate (tapete tejido de palma) y sus familiares organizaban una fiesta con el fin de guiarlo en su recorrido al Mictlán. Según el Gran Diccionario Náhuatl, mictlan significa «infierno» o «lugar de muertos», adonde llegaban los fallecidos por muertes naturales o comunes después de un proceso que les tomaba cuatro años.

Para estas culturas la muerte era parte de un ciclo y el destino de los muertos estaba marcado por la forma de vida que tuvo la persona, era el retorno transitorio de las almas de los difuntos, quienes regresan a casa, al mundo de los vivos, para convivir con los familiares y para nutrirse de la esencia del alimento que se les ofrece en los altares puestos en su honor.

Durante la conquista española, se incorporaron otros elementos y prácticas que son un reflejo del sincretismo entre dos culturas: la cosmovisión de los pueblos indígenas y las creencias religiosas del catolicismo. «Los europeos pusieron algunas flores, ceras, velas y veladoras; los indígenas le agregaron el sahumerio con su copal y la comida y la flor de cempasúchil (Zempoalxóchitl)», de acuerdo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) de México.

En su libro La fiesta de la Muerte, el historiador Héctor Zarauz resalta elementos que se fueron sumando durante la conquista, por ejemplo, las cruces, que son representaciones del catolicismo, o algunas bebidas destiladas que se añaden a la ofrenda para los muertos, las cuales no existían antes; como tampoco había lo que es hoy muy tradicional, el llamado pan de muerto, ya que entonces no existía la harina.

Los niños difuntos son agasajados con tamales de frijol, atole (bebida), frutas, pan y juguetes, A los adultos se les preparan tamales de carne (picantes), mole (salsa) y su respectivo aguardiente y cervezas. También se hacen otras ofrendas que van desde la hogareña, más simple, hasta los suntuosos altares que se levantan en algunas poblaciones, así como depositar flores en los cementerios.

En opinión de antropólogos sociales, esta celebración constituye una confirmación de los valores, de la historia del pueblo mexicano, e incluso, algunos la consideran como un «forma de lucha de clases» que «pude servir como un elemento para el pueblo trabajador en la manifestación de sus propios intereses».

Con el paso del tiempo, el culto a los muertos ha sufrido una deformación, debido a los intereses económicos y la comercialización. Las compras de dulces, flores, frutas y otros los comerciantes, quienes obtienen enormes ganancias por aquello de que “el muerto al hoyo y el vivo al marketing (supermercado)”, según comentarios de prensa sobre ese fenómeno. Pero, sobre todo, esta tradición popular tiene su mayor desarraigo en la creciente proliferación del Halloween (Día de las brujas), de origen estadounidense.

Al respecto, el antropólogo Alfredo Tecla expresó en una oportunidad, que «en la medida en que el pueblo mexicano defienda sus propias tradiciones, en esa medida también adquiere mayor conciencia de su posición y de sus intereses frente al imperialismo, que trata de que nuestros pueblos pierdan su identidad, de imponer su cultura». «En este caso, subrayó, los cultos religiosos vienen a jugar un papel positivo, para defendernos de las agresiones imperiales».

El Halloween introduce la costumbre de pedir de puerta en puerta, dinero o Alimentos. Las tiendas se llenan de calabazas plásticas, o de otros materiales, que imitan calaveras con aberturas a la manera de ojos, nariz y boca y de trajes de brujas para grandes y pequeños. Esta transformación ha llevado a algunos consumidores, al observar las vitrinas llenas de artículos del Halloween, a quejarse de que «el Día de todos los santos (como también se le llama), nunca fue esto». «Las fiestas yankis están dañando las festividades mexicanas».

Sin embargo, aún con esta penetración cultural, la identidad mexicana se impone cada año, manteniendo el culto a los difuntos con objetos y comidas, a la usanza de las tradiciones indígenas. En esas fechas se siguen esparciendo pétalos de flores de cempasúchil para facilitar el retorno de las almas a la tierra, y se colocan velas trazando el camino que van a recorrer para que estas almas no se pierdan y lleguen a su destino.

En México la celebración del «Día de Muertos» varía de estado en estado, de municipio en municipio y de pueblo en pueblo. Sin embargo en todo el país tiene un mismo fin, «reunir a las familias para dar la bienvenida a sus seres queridos que vuelven del más allá», se considera una celebración a la memoria y un ritual que privilegia el recuerdo sobre el olvido.

Son varios días de fiesta y ritual para recordar a seres queridos y familiares cuyas almas, según la costumbre, vuelven por una noche a compartir con el mundo de los vivos y los reciben con coloridos altares, panteones iluminados, calles tapizadas de anaranjado con la flor de cempasúchil, comida, bebida, música, calaveras y catrinas, todo esto para honrar la memoria de los que ya no están.

El humor también está presente en esta singular tradición. A la muerte la llaman «calaca», «huesuda», «dentona», «la flaca», «la parca», y al hecho de morir le dan definiciones como «petatearse», «estirar la pata», «pelarse», o «morirse». «Es así como los mexicanos le rendimos culto a la muerte, con el humor que nos caracteriza», según la expresión popular.

Otro ingrediente del festejo tiene que ver con las llamadas «calaveritas» que al decir del historiador Alejandro Rosas, surgen a finales del siglo XIX y también figura lo que hoy se conoce como «La Catrina», el símbolo más reconocido del Día de Muertos dentro y fuera de México.

También está la llamada calavera literaria, una composición en verso tradicional en México que suelen escribirse en vísperas del Día de Muertos. Surgieron en el siglo XIX a modo de epitafio burlesco y «como modo de expresar ideas o sentimientos que en otras oportunidades sería difícil decir». Los dibujos que acompañan los versos son conocidos con el nombre de La «Catrina o Calavera Garbancera», figura creada por José Guadalupe Posada y bautizada por el muralista Diego Rivera. Las primeras calaveras impresas fueron publicadas en 1849, en el periódico El Socialista, de Guadalajara.

El 7 de noviembre de 2003, en ceremonia efectuada en París, Francia, la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) nombró a la festividad indígena de «Día de Muertos» en México, como «Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad». Para la UNESCO, el encuentro anual entre los pueblos indígenas y sus ancestros cumple una función social considerable, al afirmar el papel del individuo dentro de la sociedad. También contribuye a reforzar el estatuto cultural y social de las comunidades indígenas mexicanas.

Además, en la declaratoria se destaca que aunque la tradición no está formalmente amenazada, su dimensión estética y cultural debe preservarse del creciente número de expresiones no indígenas y de carácter comercial que tienden afectar su contenido inmaterial.