En medio de la euforia colectiva por el triunfo revolucionario alcanzado el Primero de Enero de 1959, Fidel Castro sostuvo en su discurso del 8 de ese mes en Ciudad Escolar Libertad: “Creo que es este un momento decisivo de nuestra historia: la tiranía ha sido derrocada. La alegría es inmensa. Y, sin embargo, queda mucho por hacer todavía. No nos engañamos creyendo que en lo adelante todo será fácil; quizás en lo adelante todo sea más difícil. Decir la verdad es el primer deber de todo revolucionario. Engañar al pueblo, despertarle engañosas ilusiones, siempre traería las peores consecuencias, y estimo que al pueblo hay que alertarlo contra el exceso de optimismo”.
La vida probaría con creces la veracidad del pronóstico. La victoria que el primer día de 1959 hizo vibrar a la nación, sería el comienzo de una brega todavía más larga y compleja: la transformación raigal del país con la edificación de una sociedad distinta de la que se había constituido en él desde sus orígenes.
En esa historia se habían acendrado las mayores virtudes patrióticas y cívicas de lo que a menudo se llama el pueblo cubano, para identificar a las fuerzas decisivas en el rumbo de emancipación y búsqueda de justicia que tuvo su hito bautismal visible el 10 de Octubre de 1868 en el ingenio Demajagua.
Pero no procede idealizar una sociedad heterogénea, como suelen serlo todas, y signada por la realidad colonial. La esclavitud no se abolió formalmente hasta 1886, para dar paso a otras formas de explotación, y se dieron choques permanentes entre la voluntad independentista y justiciera, de un lado, y, del otro, la actitud de quienes se beneficiaban con el sometimiento al poder colonial o se resignaban a él.
No cabe aquí la pretensión de un balance histórico de la nación, pero sí al menos recordar que, pese a los sacrificios de quienes defendían la independencia y el mejoramiento social, el siglo XIX no terminó para Cuba como ella merecía. Con la intervención de los Estados Unidos, que en 1898 les impidió a las tropas mambisas alcanzar la victoria contra el coloniaje español, comenzó una frustración que no empezaría a revertirse hasta 1959.
Lejos de la república moral y del pueblo nuevo y de sincera democracia que Jose Martí quería para Cuba, la potencia interventora le impuso su dominación neocolonial con una república maniatada. Así se mantuvieron las injusticias de la explotación y se afianzó un racismo estilo yanqui opuesto a la cordialidad popular que por entre las diferencias sociales se había venido fraguando en las luchas independentistas.
En la república neocolonial hallaron prerrogativas los personeros del autonomismo y el anexionismo. Contra el colonialismo y contra ellos había concebido Martí un proyecto político de profunda identificación con los humildes, llamado a erradicar de las costumbres de la nación los males inoculados en ella por la colonia.
La prédica y el ejemplo de Martí abonaron el espíritu combativo que se afianzó en las vanguardias del país, nutridas por la herencia patriótica, emancipadora, que venía del 68 y sus antecedentes. En ella descollaron episodios como la Protesta de Baraguá, que devino antorcha contra el conformismo de quienes hicieron suyo el Pacto del Zanjón. Y vendrían nuevos capítulos de lucha, señaladamente la etapa guiada por el legado martiano.
En el año del centenario del nacimiento de Martí, y con su advocación, acometieron Fidel Castro y sus compañeros los hechos del 26 de Julio de 1953. Tuvieron en su base el programa plasmado en la autodefensa de su Líder, La historia me absolverá, cuyas ideascentrales entroncaban con las heredadas de Martí, en quien el futuro Comandante reconoció el Autor Intelectual de los nuevos actos insurreccionales, así como luego reconocería en él también al guía eterno de nuestro pueblo.
El Primero de Enero de 1959 sería el paso para salvar a Cuba de las injusticias y frustraciones acumuladas desde que se formó como nación, y la complejidad de ese propósito arreciaría con la tenaz negativa de los Estados Unidos a perder su dominio sobre el país que se transformaba. Todo sería más difícil que el solo derrocamiento de la tiranía que había servido a los planes de la potencia injerencista.
Que La historia me absolverá, desde su noción de pueblo, “si de lucha se trata”, rindiera tributo al precursor que echó su suerte “con los pobres de la tierra”, rebasaba el mero homenaje a una figura tutelar. En las circunstancias de mediados del siglo XX las metas fundamentales retomarían las que Martí se había trazado en su tiempo como indispensables para la liberación nacional de Cuba, y que se verían truncadas tras su muerte y con la intervención de los Estados Unidos en la guerra contra España.
Un resumen de esas tareas y de las metas que las tomaron como herencia llevaría a mencionar, como núcleo, el logro de la justicia social por la que todavía clamaban las masas populares. Incluía —entre otros fines— erradicar la discriminación racial y transformar la república dependiente y corrupta en una república digna y soberana.
En la víspera de su muerte en combate José Martí escribió que cuanto él había hecho y haría era para impedir que los Estados Unidos se apoderasen de Cuba y de nuestra América y medrasen con el servicio lacayuno de autonomistas y anexionistas. Desde 1898 se trataba de librar a Cuba del yugo estadounidense.
Aunque la dirección revolucionaria intentase no provocar un conflicto con la voraz y astuta potencia, a ella no se le ocultaría que las obras de la Revolución la desafiaban profundamente. Tampoco lo ignoraba el Comandante que viajó a los Estados Unidos en 1959 con el ánimo de prevenir un conflicto cuya envergadura no podía escapar a la comprensión de un político veedor como él.
Esa sería una de las razones por las cuales podía estar convencido de que a partir del derrocamiento de la tiranía las tareas de la Revolución serían mucho más complejas que la lucha armada en la que había alcanzado la victoria. Para cumplir las grandes aspiraciones trazadas en La historia me absolverá, y responder a las esperanzas del pueblo, se necesitaba una transformación a fondo de la sociedad cubana.
Habría que empezar por la Reforma Agraria, el fomento vial y la industrialización, y la nacionalización de los recursos fundamentales del país. A la vez se debía trabajar por la educación masiva del pueblo, para lo que de inicio se requería una Campaña Nacional de Alfabetización que en menos de un año realizó la proeza de erradicar el analfabetismo en el país. Se logró en 1961 en medio de la hostilidad que pronto el imperialismo evidenció contra la Revolución, con hechos como la ruptura de relaciones diplomáticas en enero de ese año y la invasión mercenaria que tuvo lugar en abril y fue aplastada en poco más de sesenta horas.
Simultáneamente los Estados Unidos patrocinaban en distintos puntos del territorio cubano bandas de alzados que costaron sangre y recursos que el país necesitaba para sus planes de desarrollo. Y ya desde 1960 urdían el bloqueo que dura hasta hoy y ha sido un escollo permanente contra dichos planes.
Junto al despliegue educacional —con todo lo requerido en cuanto a construir escuelas, adquirir equipos para la enseñanza y formar personal docente—, se elevarían a grados sin precedentes los niveles de salud pública. Para ello los programas médicos —que enfrentaron el éxodo de profesionales del sector— y la creación de centros asistenciales exigían también ingentes esfuerzos y enormes inversiones.
Todo tendría que ir aparejado con el desarrollo cuantitativo y cualitativo del sector agropecuario. Era la fuente fundamental en la producción de alimentos, y contra ella operaría, junto a otros factores, la descampesinización, que tuvo entre sus causas las propias facilidades educacionales brindadas al pueblo.
Gracias a ellas, incontables jóvenes que antes de la Revolución estarían destinados a ser trabajadores agrícolas —ni siquiera campesinos dueños de tierra en su mayoría— engrosaron las fuerzas profesionales en que el país ha tenido y tiene uno de sus principales recursos. Pero los efectos del bloqueo, y de insuficiencias internas inseparables del bloqueo mismo y de la urgencia de lograr soluciones creativas propias de un sistema político históricamente joven y sin suficiente experiencia, generarían penurias e impedirían la plena realización de las aspiraciones revolucionarias.
El bloqueo tenía (tiene) precisamente el propósito de asfixiar un proyecto caracterizado por la coherencia entre las promesas hechas al pueblo y su cumplimiento, coherencia que sería la base del apoyo popular ganado por el gobierno revolucionario. Conocidos documentos expresan cínicamente la finalidad del bloqueo. Uno de ellos, que no se habrá citado en exceso, es el memorando fechado 6 de abril de 1960, donde el vicesecretario de Estado Asistente para los Asuntos Interamericanos de los Estados Unidos, Lester Mallory, no tuvo ningún escrúpulo para escribir que, puesto que “la mayoría de los cubanos apoyan a Castro”, había un “único modo previsible de restarle apoyo interno”: “mediante el desencanto y la insatisfacción que surjan del malestar económico y las dificultades materiales”.
El funcionario imperial declaró sin ambages: “hay que emplear rápidamente todos los medios posibles para debilitar la vida económica de Cuba”, y para eso la potencia norteña necesitaba implantar “una línea de acción que, siendo lo más habilidosa y discreta posible, logre los mayores avances en la privación a Cuba de dinero y suministros, para reducirle sus recursos financieros y los salarios reales, provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del Gobierno”.
Los intereses rectores de los Estados Unidos estaban ya dispuestos a frustrar el avance de una Revolución cuyos resultados para bien del pueblo eran crecientes, y se palpaban en evidencias como lo hecho para beneficiar a los campos, que habían sufrido enormes desventajas con respecto a las ciudades. A casi sesenta y cinco años de un engendro que perdura e incluso se ha reforzado, sus efectos son graves, aunque haya quienes intenten negar no solo el peso de tales efectos, sino la propia existencia del bloqueo.
Ocultan las causas de las dificultades objetivas, o imposibilidad, del Estado cubano para mantener su trabajo en pos del bienestar colectivo a base de la mayor equidad posible. El gobierno revolucionario, que no puede hacer magia, debe mantener frente a esas maniobras la actuación que siga mereciendo la confianza mayoritaria del pueblo. Y para eso tiene la obligación de hacer todo lo posible para no dejarse vencer por el bloqueo.
Si la labor de convencimiento es siempre importante, resulta vital en tiempos de crisis que impiden el desempeño material deseado. En eso se ubican las principales opciones y la mayor responsabilidad del Estado y el conjunto institucional del país. Pese al poderío material del imperio y su maquinaria propagandística —desvergonzada como él— a los afanes revolucionarios cubanos les queda el poder de la verdad, que no debe considerarse patrimonio unilateral de la información.
Se necesita comunicación, diálogo permanente con las masas, en el espíritu que a la Revolución le imprimió El Líder que sigue vivo en la memoria y los ideales del pueblo, su Comandante, quien en el discurso citado del 8 de enero de 1959 trazó una guía cardinal. Cultivar plenamente con inteligencia y honradez ese legado será la única senda por donde puede marchar Cuba para que su proyecto emancipador perdure.
Para ello no puede permitirse dejar de dar buenos frutos en una marcha que seguirá siendo ardua y merece ser indetenible, lo que no será precisamente obra del destino, sino del trabajo y la lucidez. Solo así seguirá condenando al fiasco perpetuo a quienes tras cada enero desde 1959 han vaticinado que el proyecto revolucionario no llegaría a otro fin de año. Pero ya rebasó el sesenta y seis, con lo que ha entrado en el sesenta y siete de su existencia.
Le corresponde impedir que le interrumpan su marcha, como en 1898 la intervención estadounidense con la complicidad de lacayos vernáculos le interrumpió el camino hacia la independencia, que no lograría sino a partir del Primero de Enero de 1959. Entonces los nuevos mambises entraron en Santiago de Cuba, con la victoria que en 1898 los Estados Unidos les arrebataron a las tropas comandadas por el general patriota Calixto García. Está echada la suerte.