Los ojos azules de Osvaldo Salas escudriñaban las esencias de personas y objetos. Su paso impregnaba los espacios de bellezas, la mayoría encontradas al azar por su cámara. Causaba admiración la figura un tanto desgarbada de aquel hombre canoso y elegante, querido y admirado por más de una generación de profesionales del periodismo.
Salas, uno de los fotógrafos cubanos emblemáticos de todos los tiempos, tuvo el cariño de todos los que le acompañaron en sus andares reporteriles y los que, quizás detrás de una caja de madera repleta de letras de plomo, componían las páginas de revistas y periódicos.
Sus fotos causaban sensaciones en quienes, antes de que el público las viera, compartían con él tiempo y espacio. Cuando Salas estaba en el cuarto oscuro imprimiendo sus fotos, muchos esperaban ansiosos el resultado de su trabajo. Así le admiraban y querían sus compañeros.
Salas (1914-1992) construyó con su cámara una obra de enorme valor patrimonial, inscripta por un pequeño grupo de creadores que lograron, a base de técnica, profesionalidad, y sensibilidad, la llamada ¨fotografía épica de Cuba¨.
Salir en una cobertura, por sencilla que esta pudiera parecer con el llamado con respeto y cariño “el viejo Sala” (recuerden que su hijo Roberto, Salitas, siguió su ejemplo profesional) era una fiesta de aprendizaje, según cuentan periodistas que compartieron escenarios de vida con aquel individuo que nunca parecía apurado.
Este excepcional artista de la cámara cursó estudios –no concluidos- en la Escuela de Bellas Artes San Alejandro de La Habana, la ciudad que tanto amó. Tenía 14 años cuando su familia decidió trasladarse a Nueva York, en Estados Unidos, un país donde vivió durante tres décadas, pero que no era su Cuba, a la que retornaba cada vez que tenía una oportunidad.
En aquella ciudad de nieve y altos edificios Salas fue un mecánico soldador. Sufrió un accidente y tuvo que dejar atrás la rudeza de ese oficio, y dedicarse a otros, en esa misma línea, que le ayudaban en la economía familiar.
Aunque la fotografía llamaba la atención de aquel cubano a quien la vida le impuso una emigración forzada, solo en 1943 empezó a acercarse al arte al que dedicaría el resto de su vida. Aquel año comenzó a trabajar en un laboratorio de la Internacional Telegraph and Telephone Company, donde funcionaba un club de fotografía. Comenzó entonces a crear amistades con fotógrafos. Cuando concluyó la Segunda Guerra Mundial en 1945, Salas era dueño de una pequeña cámara fotográfica.
No podía dejar la soldadura (entonces de banco, tras el accidente) y compartía su tiempo entre los chispazos y la fotografía. La imagen pudo más, e instaló un estudio en la calle 50 de Manhattan. El club de la empresa estadounidense le dio su primer premio en un concurso de fotos.
Su prestigio como fotógrafo creció y en ese período para él posaron figuras como Salvador Dalí, Elizabeth Taylor, Marilyn Monroe, Sara Montiel, y los deportistas Joe Di Maggio y Rocky Marciano entre otros.
Su instinto de reportero, que lo acompañó hasta su fallecimiento, le permitió colaborar en periódicos y publicaciones periódicas de Estados Unidos, México, Argentina y Cuba.
Mientras vivió en la nación norteña, Salas encontró en el beisbol y sus figuras uno de sus temas favoritos, en especial los jugadores negros que irrumpieron en las Ligas Mayores a partir de 1947.
Salas nunca se despegó de Cuba. Aunque residió más de tres décadas en Estados Unidos siempre tuvo añoranza por Cuba y estaba convencido que en algún momento iba a regresar de manera definitiva. En uno de sus viajes a la isla conoció a una linda muchacha y vino a casarse con ella. Su familia fue formada en Norteamérica, pero Salas no dudó en regresar cuando triunfó la Revolución el 1 de enero de 1959. El día 8 llegó a La Habana y nunca más pensó en un retorno.
Salas había conocido a Fidel Castro en Estados Unidos junto a un grupo de jóvenes revolucionarios opuestos a la tiranía de Fulgencio Batista. Desde entonces, supo que moriría en su Patria.
La obra de este artista que se entregó por entero al proceso revolucionario cubano es vasta y reconocida. Según su hijo Roberto, la familia posee todos los negativos originales de su padre, que son más de 200 000.
Retratista por excelencia, con el formato apaisado como favorito, nunca hizo un desnudo, ni fue muy paisajista. El centro de su mirada era el ser humano en sus variadas dimensiones, desde la más excelsa intelectual hasta el campesino pegado al surco.
En una entrevista al Caimán Barbudo, Salas reconoció que “la emoción mayor para un artista es lograr lo que se propone, verlo plasmado; si los demás lo reconocen es muy bueno, pero si no se percatan el artista ya vivió en la intimidad ese momento maravilloso. Aún me quedan fotos por hacer”.
Él nunca tomó fotos posadas. Revelaba sus rollos e imprimía sus fotografías. De él dijo el famoso novelista y Premio Cervantes Alejo Carpentier: ¨la fuerza de la presencia humana, la poesía de las piedras, de las cosas, los valores del espacio, se trascienden y fijan en las imágenes magistrales de Osvaldo Salas¨.
Este nunca olvidado hacedor de la magia fotográfica fue fundador del periódico Revolución, y también de Granma. Creó murales fotográficos experimentales que aún son admirados en algunas entidades cubanas.
Su obra ha sido valorada en numerosos países en exposiciones personales y colectivas. Los premios ganados pudieran llenar las paredes de un hogar.
Aún se siente la presencia del viejo Salas y sus fotos mayúsculas, emblemáticas, que marcaron una época histórica. Se siente su presencia, como en aquellos tiempos de redacciones repletas, de conversaciones fluidas, de admiraciones mutuas