FÉLIX OLIVERA, UN REPORTERO CON MEMORIAS

(Introducción a un relato mayor, que lleva ese título)

Su sencillez era tan proverbial como su capacidad de recordar pasajes de la historia no muy escrita -distorsionada primero y casi no retomada después- de esa época neocolonizada con la que dio al traste la Revolución en Cuba.

Su privilegio no radicaba sólo en su fantástica memoria y mítica perseverancia: fue testigo, narrador e incluso un poco protagonista de muchos de esos acontecimientos que jalonaron la vida pública cubana en los años 40 y 50 y salió de ellos sin tacha ni mancha.

Alcanzó un peldaño en la fiera escalera del periodismo prerrevolucionario, obviando el escollo que representaba una extracción humilde, la piel claramente negra y una probidad a toda prueba.

Lo conocí cuando yo ni soñaba dedicarme al periodismo. Fue el primer reportero que vi en plena acción. Cubría el Aeropuerto Internacional José Martí para Prensa Latina, en octubre de 1966, con la misma y tenaz dedicación que había mostrado cuando era casi un niño y seguía en bicicleta a las ululantes ambulancias, interesándose por las noticias que ellas podían anunciar.

Tres años más tarde de aquel primer encuentro fui premiado por la suerte: comencé el camino del  periodismo como auxiliar de redacción en la misma agencia en la que él constituía una leyenda viva de profesional entregado, sagaz y revolucionario.

Con su transcurso, los años me permitieron apreciarlo en muchas otras facetas, conocer de sus relatos, en los que siempre él aparecía casi como casual testigo, restándose cualquier clase de protagonismo.

Como otros colegas, yo le insistía continuamente para que plasmara por escrito el inagotable repertorio oral de episodios y sucesos que conocía o en los que había tenido algo que ver, tesoro de experiencias que debía dejarse como legado a las actuales y futuras generaciones de reporteros.

Sólo logré parcialmente el empeño. Para que Olivera comenzara a hilvanar recuerdos y reflexiones tuvo que existir un catalizador, el que promoviera la idea y la impusiera a su mezcla de timidez y modestia.

Ahí aparecí yo, un atrevido en narrar lo que no he vivido, pero también un convencido de que el empeño y las razones bien valen los riesgos de no estar a la altura del propósito, siempre que contribuya a dar un paso -aunque corto- en la difusión de lo que enaltece al hombre, lo proyecta y confirma sus mejores virtudes.

El tiempo y las obligaciones marcharon a gran ritmo, sin reparar que me dilataba el proyecto que iniciamos Félix y yo comenzando la década del 90. Un fatídico 30 de enero, un par de días después del 50 aniversario de su querido Periódico del Aire, falleció FOPITO con esta obra inconclusa, un compromiso que definitivamente se cumplirá sin que él lo pueda ver y no pueda poner los reparos a que se ilustre quién fue él. Porque en vida no quiso ser eje de sus testimonios y no hubiera admitido valoraciones que ahora se incorporan porque, según su visión,  él sólo fue un reportero cumpliendo con su deber.

Sirva esta narración de sus memorias, ampliada con sus propios aportes de una época poco fresca en la memoria colectiva actual, como homenaje y reconocimiento a la estirpe  de los incorruptibles de siempre y a los batalladores contra la discriminación y las desigualdades. También quisiera que fuera un acicate a todos los que compartimos los desafíos cotidianos de su profesión, para inspirarnos en la sencillez, sabiduría y coraje de ese reportero de éste y de todos los tiempos, Félix Olivera Pedroso.

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