FATALISMO NOMINAL
Fatalismo nominal

Creer en la magia de simpatía no parece propio de una persona culta –como usted mismo se califica–, por eso no debe tomar en serio el aserto popular según el cual los nombres influyen en el destino de quienes los llevan.

Pero claro, usted considera su caso más allá de una influencia; lo cataloga como un fatalismo, una espada de Damocles no suspendida sobre su cabeza, sino ya clavada en ella –es un símil, por supuesto–, y achaca a su padre la causa de tantas desventuras.

Según le contaron, a su progenitor le bastó ver un par de documentales sobre el antiguo Egipto –-la lectura no era su fuerte–, para quedar fascinado con esa civilización y, a partir de entonces, fue un enamorado de la cultura.

Sin embargo, parece que ella –la cultura–, nunca le dio el sí, pues tuvo el desacierto de endilgarle a usted el nombre de Anubis, solo porque le gustó, sin detenerse a valorar el carácter tétrico de una deidad con cuerpo de hombre y cabeza de chacal, encargada de juzgar a los muertos y convertirlos en momias.

Por supuesto, no eran actividades muy alegres, pero –a la luz de la ciencia actual–, el llamarse Anubis no justifica ciertos rasgos del carácter, como su terca hosquedad, ni esa constante pesadumbre suya tan acentuada cuando ve felices –o exitosos–, a sus compañeros de trabajo, los únicos con quienes se relaciona pues nunca ha tenido amigos. O bueno, le duran poco.

Por supuesto, en algo debo darle la razón. No se trata solo de rasgos de carácter pues a simple vista se advierte su parecido físico con ese dios: baja estatura, hombros demasiado anchos, grandes ojos alargados, cabeza un poco aplastada y, sobre todo, esa boca enorme cuya taimada sonrisa parece pedir a gritos un hocico lobuno para darle el toque final al rostro.

Sí, a la verdad, usted parece escapado de un jeroglífico del Imperio Antiguo. Pero, ¿acaso no puede ser una simple somatización? Tal vez, de tanto culpar a Anubis, ha llegado a parecerse a él.

Sea como sea, no atribuya bajas acciones cometidas en su entorno a la mala influencia proyectada por su nombre. Olvide la acusación de corrupción de menores lanzada contra el profesor de Historia –encaprichado en suspenderlo, una y otra vez–, quien no tuvo coraje para sobreponerse a la maledicencia y se suicidó al ser expulsado deshonrosamente del magisterio.

Tampoco se culpe por el arrebato de Cuqui –la gravidez produce ciertos desatinos–, cuando abandonada por su novio, al verlo sentado en un alféizar del quinto piso de la Facultad, le dio un empujón. El joven murió sin saber que el embarazo no era del conserje como alguien le había hecho saber en un anónimo.

El hecho de llamarse Anubis no fue la causa de que algunos insidiosos sacaran a relucir su despecho porque Cuqui lo había rechazado a usted, algo sin relevancia porque muchas otras tampoco lo aceptaron y no les dio por matar a nadie.

De todas formas, a estas alturas, es agua pasada. Y si ninguna mujer quiso ser su esposa, ¡alégrese! Los viejos matrimonios llegan a parecerse físicamente y ahora usted andaría con una enana, gorda y achatada, colgada del brazo.

Ya ni piense en su primer jefe, un hombre mayor, cuyo paternalismo, al darle tareas sencillas, le impedía ascender, una legítima aspiración en toda persona de talento.

Nunca se supo quien hizo la llamada –causante del infarto–, con la falsa noticia del accidente en el cual acababan de perecer sus tres nietecitos, justo cuando él había contado en la oficina –ante todos, claro–, lo contentos que iban en el ómnibus de campismo escolar.

Lo ocurrido al sustituto –sí, su segundo jefe–, es más difícil de olvidar, por tratarse de un individuo tan prepotente y engreído como para atreverse a calificarlo a usted de incapaz.

Esta vez la falta del culpable la vio todo el mundo, pues el muy desvergonzado salió al pasillo sujetándose los pantalones –alguien había gritado ¡fuego! en la puerta del baño–, y como en el corre-corre, tropezó con el muchacho del ascensor, ahí mismo lo acusaron –tampoco se supo quién–, de corromper a la juventud.

Al fin, como nadie aceptaba el cargo, usted tuvo el merecido ascenso, con la respectiva mejoría salarial. Y, poco a poco, logró colocar el departamento en un nivel incapaz de despertar la codicia de los escaladores –ni de ningún otro–, con lo cual pudo conjurar la malvada influencia que atribuye a su nombre.

Vamos, vamos, no insista, ¿acaso no existen dimes y diretes en cualquier centro de trabajo, desde el laboratorio científico hasta el puesto de vender frituras? Y en todos lados no puede haber un Anubis sembrando la peste.

Mire, cambiarse el nombre a estas alturas, cuando incluso se ha jubilado, no me parece necesario pues ya no sufre el asedio de los envidiosos y podrá continuar su vida –ahora tan solitaria–, en paz con todos y con usted mismo… ¿Cómo dice?

¡Ah!, justo acaba de matricular unas clases de gimnasia para la tercera edad y hay un par de viejos alardosos empeñados en mirarlo por encima del hombro, subvalorándolo por ser un simple recién llegado.

Bueno, bueno, dígame cómo desea llamarse ahora y si con eso ningún gimnasta se libra de ser acusado de corrupción de ancianos, al menos usted no podrá seguir desacreditando a una antigua deidad.

Porque, ¿sabe una cosa?, hasta ahora he tratado de ser condescendiente, dada su lamentable apariencia y ese tic nervioso en los dos ojos –signo evidente de trastornos síquicos–, pero ha llegado el momento de hablar claro: Según las creencias egipcias –y esto exonera a su señor padre–, Anubis no fue una bestia tenebrosa, sino un dios benéfico, encargado de hacer perdurar a los hombres, a través del ritual de embalsamamiento.

Y algo muy importante: si juzgaba a los muertos era para impedir la entrada de los infames en la eternidad.

Por lo visto, usted solo heredó de él su representación física… el resto fueron impulsos propios, como ese de calumniar a todo el mundo. Incluso a un chacal.

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