Este 25 de agosto cumplí 82 años, 60 de ellos en el periodismo revolucionario, y eso me hace feliz. El periodismo me enseñó algo muy importante: la voluntad de luchar, la capacidad de soñar, y que el tiempo es oro.
La principal dimensión del periodismo es el tiempo, sin el cual el espacio no significaría nada. Pero a la vez es su negación, entendiendo a la profesión como lo eterno y al periodista lo continuo en su renovación generacional.
Para mí, es platónico creer en una división entre el mundo sensible, el mundo de las ideas y el mundo de los sueños. El periodista es quien mejor expresa esa simbiosis. Si no la presiente como su Santa Trinidad, que abandone la profesión.
El tiempo es lo más valioso de todo y no admite derroche, pero la ansiedad indomable que nos acompañará toda la vida hace que lo gastemos sin remordimientos, aunque nos acorte su goce y la vida, y se nos vaya entre los dedos como la arena de mar. Para el periodista, ahí radica la poesía, y también la épica y la magia del tiempo.
No obstante, esa belleza de atributos para el cronista el tiempo tiene fauces con dientes de tiburón y casi todos llevamos alguna cicatriz de su mordida porque siempre estamos en batalla. Dejarse ganar por el tiempo para nosotros es peor que letal, es lapidario.
Hablo del periodista que tiene tinta en las venas en lugar de sangre. Del incorruptible. De aquel que no es como el cañón de ánima lisa que otros alimentan por la boca y luego escupe fuego. Me refiero a quien se alimenta a sí mismo de la verdad y de sus entrañas brotan rosas blancas martianas.
El periodista no solo documenta la historia, sino que participa de ella y, al mismo tiempo, contribuye a enseñarle al lector que él, como ser social y pueblo a la misma vez, es su principal protagonista.
Para el ser común, el tiempo es doméstico, como una mascota, lo cuidan, lo ahorran, lo disfrutan y lo gozan más que nosotros, pero solo en su dimensión hedonística, la de menor valor. Ellos van a la superficie de la dimensión, nosotros a la sustancia, que es lo bello y lo docente, por eso lo valoramos tan intensamente.
La vejez nos alerta de su merma irreversible -lo más dramático-, y nos enseña, aunque tarde, que el tiempo es como la brisa del mar, no se ve, pero se siente.
También el tiempo nos enseña algo complejo de comprender en la juventud: mirar atrás únicamente cuando es útil al presente, y no medir la vida por lo que nos queda por vivir sino por lo que podemos darle en cada momento.
Una recomendación a los viejos: Sin complejos, poner los pies en la tierra sin pensar que hay desventaja anímica con los demás que la pisan. Las canas no marcan la diferencia. Es el espíritu. ¿Qué es el pasado sino pretéritos de un presente lejano cubierto por la pátina del tiempo, no para ocultarlo, sino preservarlo?
¿Y el futuro? Una batalla interna para que no languidezca la capacidad de amar, soñar y crear. Amor y sueño son los pilares del alma y el estímulo a la creación.
La mayor fortuna a nuestra edad: haber reído, llorado, sufrido, amado y peleado por la realización de los sueños en el momento exacto. ¿La satisfacción? recoger sus frutos, asimilar los fracasos, y lograr una franca conexión entre mi yo de adentro y el de afuera, sin simulaciones ni autoengaños.
Podrá haber premios de connotación social que, como profesionales, quizás nunca alcancemos. Pero les aseguro que haber tenido el privilegio de vivir y escribir la historia es el mayor galardón que podemos recibir.
Pero tan importante como ello, ser dueños de esa experiencia tan exclusiva del reportero, es la forma inequívoca de comprender, y admitir, que la infinitud del tiempo solo lo es para el espacio, no para nosotros, aunque cada periodista seamos la pauta imprescindible de la línea que da la continuidad a la profesión para que sea eterna dentro de esa fascinante dimensión temporal.